T: CON VISIÓN DE ETERNIDAD

Miramos la realidad

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«Jesús le dijo: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás.¿Crees esto?». Jn 11,25-26

Los humanos, como todos los seres materiales, tenemos una dura­ción específica en el mundo, pues estamos insertados en el tiempo. Este tiempo tiene tres dimensiones fundamentales: pasado, presente y futuro. En este contexto temporal, el ser humano es ante todo un «ser en devenir». Al mismo tiempo, el ser humano es superior al resto de la Creación. La diferencia fundamental entre el hombre y las otras creaturas se manifiesta en que al ser creado a imagen y semejanza de Dios, posee un apetito innato de felicidad, que nace de su dinamismo de permanencia y despliegue, que lo llevan a estar en «tensión ha­cia» lo trascendente, lo eterno. Esto permite que el hombre rechace la idea de una total destrucción de su persona.

Por esto, siempre vivimos apuntando a algo nuevo, una meta que nos guía, un futuro que esperamos. Si ya no esperáramos nada más de la vida y del futuro, nuestra existencia pierde su sentido, no ten­dríamos razones para seguir viviendo.

«En todos los tiempos, el hombre no se ha preguntado solo por su proveniencia originaria; más que la oscuridad de su origen, al hombre le preocupa lo impenetrable del futuro hacia el que se encamina. Quiere rasgar el velo que lo cubre; quiere saber qué pasará (…)»[1].

Se nos plantea, entonces, una pregunta fundamental:

¿Vives en «tensión hacia» lo trascendente y lo eterno?

 

 

Iluminamos al mundo con la fe

 

1. Vivimos esta vida como peregrinos, con la esperanza puesta en Jesús y sus promesas

 

La obra por la que el Señor Jesús ha venido al mundo, su reconciliación, no ha sido aún consumada. Dios se ha encarnado; ha asumido a la humanidad, pero el cumplimiento definitivo se realizará en su segunda venida, en la Parusía.

Podemos definir, entonces, la existencia del cristiano y su esperanza como un «ya, pero todavía no».

 

«Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cris-to ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en el último día[2]»[3].

 

«Creer en la resurrección de los muertos ha sido, desde sus comienzos, un elemento esencial de la fe cristiana. «La resurrección de los muertos es la esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella”[4]»[5].

Esta visión de eternidad nos permite afrontar los desafíos de nuestra vida co­tidiana y del presente que, «aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino»[6].

Esta meta que alienta nuestro peregrinar es la vida eterna. En efecto, «el tener los ojos puestos en el maravilloso destino al que estamos invitados, la comunión y participación con Dios-Amor, no nos mueve a desarraigarnos del mundo presente ni de las realidades temporales, sino a comprometernos con mayor profundidad en la transformación de todo aquello que se encuentra en contraste con el Divino Plan»[7].

Ante este horizonte fundamental de nuestra fe, es necesario preguntarnos de manera explícita:

«¿La fe cristiana es también para nosotros una esperanza que transforma y sostiene nuestra vida? ¿Es para nosotros “performativa”[8], un mensaje que plasma de modo nuevo la vida misma, o es solo “información” que, mientras tanto, hemos dejado arrinconada y nos parece superada por informaciones más recientes?»[9].

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Confiando en Dios y en sus promesas, como nos invita San Juan Pablo II, «debemos estar convencidos de que “somos ciudadanos del Cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo”[10]. En este mundo no tenemos una ciudad permanente[11]. Al ser peregrinos, en busca de una morada defini­tiva, debemos aspirar, como nuestros padres en la fe, a una patria mejor, “es decir, a la celestial”[12]»[13].

 

Es esta la meta de la vida cristiana que tiene su culmen en la santidad, en el encuentro definitivo con Dios. Y siendo meta, también es camino, es el horizonte de vida que debe coronar nuestros esfuerzos cotidianos[14].

 

2. Los novísimos

 

Se llaman novísimos a las cosas que acaecerán al hombre, al final de su vida: la muerte, el juicio, el destino eterno: el cielo o el infierno. Su estudio, es par­te del estudio de la escatología (del griego eskhatos, que significa «último» o «cosas últimas») que es la profundización de las realidades últimas en su conjunto, es decir, posteriores a la vida terrena del hombre en particular o posteriores al final de la historia misma de la humanidad.

«En todas tus acciones acuérdate de tus novísimos y nunca pecarás»[15].

«El negocio de la eterna salvación es, sin duda, entre todos el que más nos importa, y, sin embargo, entre los cristianos es el más descuidado. No hay diligencia que no se haga ni tiempo que no se aproveche para obtener un empleo, para ganar un pleito o para concertar un matrimonio. ¡Cuántos consejos se piden! ¡Qué medidas se toman! No se come, apenas se duerme; y para alcanzar la salvación eterna, ¿qué se hace? ¿Cómo se vive? […].

La mayor parte de los cristianos viven como si la muerte, el juicio, el infierno, el paraíso y la eternidad no fueran verdades de fe, sino fábulas inventadas por los poetas […]. Estemos bien persuadidos de que la salva­ción eterna es para nosotros el negocio más importante, el negocio único, el negocio irreparable si en él fallamos»[16].

 

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El Juicio Final – Hans Memling

 

El duro diagnóstico de San Alfonso puede ser aplicado también a nuestro tiempo, así como su exhortación a preocuparnos de este punto esencial en nuestras vidas, que es el destino hacia el cual apuntamos: la salvación y co­munión eterna con Dios. Este nos debe llevar a la conciencia del peso de nuestras acciones concretas y de la dirección que le damos a nuestras vidas.

 

a. La muerte

 

El mundo de hoy se confabula de manera particularmente eficaz con nuestro hombre viejo para hacernos olvidar este dato fundamental. Como no puede manipular la muerte, prefiere ignorarla, vivir como si no se fuese a dar nunca, envolverla en un manto de irrealidad para sacarla de nuestro horizonte personal. Esto lo vemos, por ejemplo, cuando se banaliza la muerte en películas, series etc.

Sin embargo, quizá la muerte es la única certeza respecto de nuestra exis­tencia. Lo único que sabemos a ciencia cierta es que algún día va a concluir este tiempo de peregrinación. Todo lo demás en nuestra vida es incierto: los planes que estamos haciendo para el futuro, el trabajo en el que creemos nos vamos a desempeñar dentro de unos años, los planes que tenemos para el año que viene, para dentro de dos años. Incluso lo que pensamos que haremos en unas horas o unos minutos, no sabemos si será así. Todo eso es incierto, depende de circunstancias que escapan a nuestro control.

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Es importante recordar la muerte. Recordar cómo nos exhorta el Eclesiástico, «todos moriremos»[17].

La muerte es el tránsito, por el que todos vamos a pasar, para llegar a la vida eterna prometida por el Señor Jesús.

 

Es importante, en primer lugar porque recordarla nos aparta del pecado, y por ello es muy saludable, como recuerdan los maestros espirituales. «Si pen­sáramos que el Señor ha de venir y que nuestra vida ha de concluir pronto, pecaríamos menos», nos enseña Teófilo. Además, pensar en la muerte nos hace ver con mayor transparencia nuestro comienzo y nuestro fin: nos hace ver con una nueva luz nuestra vida entera. La conciencia de nuestro final hace que tomemos el peso verdadero que tiene cada instante de nuestra existencia.

Es importante tener conciencia de que no debemos desperdiciar este tiempo de gracia. Podemos vivir en plenitud cada instante de nuestra vida, que está abierta, ya desde ahora, a la plenitud máxima, al horizonte infinito de la par­ticipación gozosa en el amor.

Nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica al respecto:

«La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino»[18]. «En la muerte, Dios llama al hombre hacia sí. Por eso, el cristiano puede experimentar hacia la muerte un deseo semejante al de San Pablo: “De-seo partir y estar con Cristo”[19]»[20]. «Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. “Para mí, la vida es Cristo y morir una ganancia”[21]. “Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con él, también viviremos con él”[22]. La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí: por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente “muerto con Cristo”, para vivir una vida nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este “morir con Cristo” y perfecciona así nuestra incorporación a Él en su acto redentor»[23].

«Si hemos muerto con él, también viviremos con él»[24].

Si vivimos una vida cristiana, nuestra muerte será también una muerte cris­tiana. Si a lo largo de nuestra existencia hacemos presentes las posibilidades de comunión, de entrega, de muerte a nosotros mismos la muerte es solo un tránsito para renacer a la vida verdadera.

 

b. El juicio particular

 

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El rico epulón y el pobre Lázaro

Como hemos visto, la muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina, manifestada en Cristo. El Nuevo Testamento habla del juicio, principalmente, en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura rei­teradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno, como consecuencia de sus obras y de su fe. Varias parábolas[25] hablan de un último destino de la persona que puede ser diferente para unos y para otros[26].

«Y uno pobre, llamado Lázaro, que, echado junto a su portal, cubierto de llagas, deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico… pero hasta los perros venían y le lamían las llagas. Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico y fue sepultado. “Estando en el Hades entre tormentos, levantó los ojos y vio a lo lejos a Abra­ham, y a Lázaro en su seno. Y, gritando, dijo: ‘Padre Abraham, ten compasión de mí y envía a Lázaro a que moje en agua la pun­ta de su dedo y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama’. Pero Abraham le dijo: ‘Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males; aho­ra, pues, él es aquí consolado y tú atormentado’”»[27].

Nos dice el Catecismo que cada hombre, después de morir, recibe su retribu­ción eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre[28].

«A la tarde te examinarán en el amor»[29].

El carácter del juicio proviene del sentido que hayamos dado a nuestras vidas, porque el Señor sondea lo más hondo de nuestros corazones: «Yo soy el que sondea los riñones y los corazones, y yo os daré a cada uno según vuestras obras»[30]. Los justos —los que tengan su lámpara llena de aceite— brillarán como el sol en el reino del Padre, pero los injustos —los que no se hayan aprovisionado de aceite— quedarán fuera, en sus propias tinieblas, en su propio vacío[31].

 

c. El cielo

 

Nos resulta imposible describir las realidades escatológicas tal como son, sin embargo, existen diversas imágenes tomadas de la experiencia humana que pueden darnos una idea aproximada de lo que es el cielo; en realidad, el mismo Jesús nos habló del cielo utilizando imágenes en su predicación. Así, el Señor habló de «ir al cielo»[32] con el mismo significado de «ir a Dios»[33], usó las figuras del banquete[34] y de la boda[35], y aseguró al buen ladrón la comunión con Él en el paraíso[36].

El Señor Jesús con su muerte y resurrección nos ha «abierto» el cielo; y la vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Él[37].

«Definimos con la autoridad apostólica: que, según la disposición general de Dios, las almas de todos los santos […] y de todos los demás fieles muertos después de recibir el Bautismo de Cristo en los que no había nada que purificar cuando murieron […]; o en caso de que tuvieran o tengan algo que purificar, una vez que estén purificadas después de la muerte […] aun antes de la reasunción de sus cuerpos y del juicio final, después de la Ascensión al cielo del Salvador, Jesucristo Nuestro Señor, estuvieron, están y estarán en el cielo, en el Reino de los cielos y paraíso celestial con Cristo, admitidos en la compañía de los ángeles. Y después de la muerte y pasión de nuestro Señor Jesucristo vieron y ven la divina esencia con una visión intuitiva y cara a cara, sin mediación de ninguna criatura»[38].

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En definitiva, «vivir en el cielo es “estar con Cristo”[39]. Los elegidos viven “en Él”, aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre[40]: “Pues la vida es estar con Cristo; donde está Cristo, allí está la vida, allí está el reino”[41]»[42].

«Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama “el cielo” (…) fin último y realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha»[43].

 

d. El infierno

 

«La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. […] La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira»[44].

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Sabemos que Dios «quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión»[45]. Esta verdad nos la recuerda Santa Faustina Kowalska, a quien el Señor se le apareciera para difundir su divina misericordia. Ella nos dice, «Dios es Misericordio­so y nos ama a todos… y cuanto más grande es el pecador, tanto más grande es el derecho que tiene a Mi misericordia»[46]. Dios quiere vivir en comunión eterna con todos sus hijos, que reconociéndose pecadores acudan a Él, para verse auxiliados y fortalecidos por su amor misericordioso. Sin embargo si no elegimos libremente amar a Dios, no podremos estar unidos con él.

«No podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos: “Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él”[47]. Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de Él si omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños que son sus hermanos[48]. Morir en pecado mortal, sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra “infierno”»[49].

El infierno es el lugar donde Dios «deja en paz» a quienes no quieren saber nada con Él, a los que en sus obras han ido haciendo una opción por sus pro­pios planes, y no han querido acoger los de Dios. Es el lugar donde los deja estar consigo mismos, sin la incomodidad que Dios significó para ellos en su vida. El infierno significa pues precisamente que si uno quiere alejarse de la presencia de Dios, puede hacerlo, incluso por toda la eternidad. Significa que uno puede optar por una soledad eterna.

Nos dice el Catecismo:

«Dios no predestina a nadie a ir al infierno[50]; para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final. En la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios: “Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa, ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos”[51]»[52]

 

Las enseñanzas de la Iglesia sobre el infierno son un llamamiento a la respon­sabilidad con la que debemos usar nuestra libertad en relación con nuestro destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: «Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran»[53]:

«Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Para que así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra merecernos entrar con Él en la boda y ser con­tados entre los santos y no nos manden a ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde “habrá llanto y rechinar de dientes”»[54].

 

3. El purgatorio

 

La Iglesia llama purgatorio a la purificación final de los elegidos que es com­pletamente distinta del castigo de los condenados. La tradición de la Iglesia, haciendo referencia a ciertos textos de la Escritura (por ejemplo 1Co 3,15; 1Pe 1,7) habla de un fuego purificador:

«Respecto a ciertas faltas ligeras, es necesario creer que, antes del juicio, existe un fuego purificador, según lo que afirma Aquel que es la Verdad, al decir que si alguno ha pronunciado una blasfemia contra el Espíritu Santo, esto no le será perdonado ni en este siglo, ni en el futuro[55]. En esta frase podemos entender que algunas faltas pueden ser perdonadas en este siglo, pero otras en el siglo futuro»[56].

 

“Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del Cielo”[57].

Esta enseñanza se apoya también en la práctica de la oración por los difuntos, de la que ya habla la Escritura: «Por eso mandó [Judas Macabeo] a hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado»[58]. Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico, para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos:

«Llevémosles socorros y hagamos su conmemoración. Si los hijos de Job fue­ron purificados por el sacrificio de su padre[59], ¿por qué habríamos de dudar de que nuestras ofrendas por los muertos les lleven un cierto consuelo? […] No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos»[60].

 

4. Tenemos motivos de esperanza

 

Nuestra esperanza es el Señor Jesús. Él lo ha dado todo para que alcancemos la comunión plena con la Trinidad. Él es el camino y la verdad que nos conducen a la vida verdadera. De aquí la importancia de tener presente a los novísimos, como medio para esforzarnos por tener un arduo y espe­ranzado combate espiritual para alcanzar la vida eterna.

Recordemos las palabras de Benedicto XVI:

«Aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino»[61].

Llenos de confianza en la victoria del Señor sobre la muerte y el pecado, y en los cuidados maternales de María, cooperemos activamente con la gracia y recorramos con humildad y paciencia nuestra vida presente, esforzándonos por hacer de ella un gesto litúrgico agradable al Padre para llegar con su ayuda al Cielo prometido.

 

Interiorizamos

Corazón de Jesús (Miguel)

¿Cómo vivo esto?

 

«No era una prisa mediocre la que el joven había demostrado; era como la de un amante. Cuando los demás hombres se acercaban a Cristo para pro­barlo o para hablarle de sus enfermedades, de las de sus padres o aún de otras personas, él se acerca para conversar con Jesús sobre la vida eterna. El terreno era rico y fértil, pero también lleno de espi­nas y abrojos para ahogar la simiente[62]. Considera cuán dispuesto está a obedecer los mandamientos: “¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?”… Nunca ningún fariseo manifestó tales sentimientos; éstos más bien estaban furiosos por verse reduci­dos al silencio. Nuestro joven, se marchó triste y con los ojos bajos, que es signo nada despreciable de que no había venido con malas disposiciones. Sólo era demasiado débil; tenía el deseo de la vida, pero le retuvo una pasión muy difícil de superar… “Si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes, dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; después ven, sígueme… al escuchar estas pala­bras, el joven se marchó muy triste”. El evangelista nos muestra la causa de la tristeza: es que “tenía muchos bienes”»[63].

 

Preguntas para el diálogo

 

• ¿Sientes en ti ese deseo de alcanzar la vida eterna?
• ¿Buscas al Señor Jesús, para responder los anhelos más grandes de tu corazón?
• ¿Eres radical en rechazar todo aquello que te aleja de alcanzar la vida eterna?
• ¿Tienes una visión de esperanza frente a tu propio pecado?
• ¿Qué medios concretos son importantes para vivir en tensión de eternidad?

 

Vivamos nuestra fe

 

¿Qué haré para cooperar con la gracia?

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Acciones personales

 

• Escribe una oración en la que le expreses al Señor tu deseo de alcanzar la vida eterna y de rechazar todo aquello que te aleja de ella.
• Piensa qué medios puedes poner para no dejarte influir por la banalización de la muerte, que hace la cultura de muerte a través de las películas, series y otros medios de comunicación.
• Proponte rezar por las almas del purgatorio, para que alcancen pronto su purificación
y entren al cielo a vivir en comunión eterna con Dios.
• Realiza un momento de oración en el que reflexiones sobre lo que significa el juicio particular que tendrás luego de tu tránsito a la vida eterna y pídele al Señor que te de mucha humildad para reconocer tus faltas y gracia para rectificarlas. De esta manera te preparas para ese momento tan importante de tu vida.
• Realiza la oración que te proponemos en el Anexo.

 

Acciones comunitarias

 

• Realicen un video fórum sobre la película, “El gran Milagro”, en el que conversen sobre la presencia de Dios en la Eucaristía y los auxilios que nos manda en sus ángeles para alcanzar la vida eterna; ó sobre la película “Un Dios prohibido”, en la que se ve la muerte de 51 sacerdotes mártires en la guerra civil española, quienes dan su vida, por amor a Dios, para alcanzar la vida eterna.
• Ofrezcan una misa por las almas del purgatorio.
• Analicen una o varias series de televisión donde se banaliza la muerte y saquen conclusiones sobre las consecuencias que esto trae en las personas que las ven sin un sentido crítico.

 

Celebramos nuestra fe

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Recemos en Comunidad

 

Todos:

En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

Monitor:

«Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en El, no se pierda, mas tenga vida eterna»[64].

Lector 1:

Señor Jesús reconocemos tu gran amor por nosotros, que haces todo por que alcan­cemos la felicidad plena, viviendo en comunión contigo en la vida eterna. Te pedimos que acojamos este amor en nuestra vida, poniendo todos los medios necesarios para alcanzarla.

Lector 2:

A ti Santa María; Madre de la misericordia te pedimos que nos acompañes en el combate diario, por alcanzar la santidad. Que el peso de nuestros pecados no nos alejen del amor de Dios, sino todo lo contrario, que reconociéndolos con mucha humildad, nos acoja­mos a su perdón y misericordia, y volvamos a empezar cada día en nuestro esfuerzo por conformarnos con tu amado hijo Jesús.

Cantamos “María Guía”

Todos:

1. Soy peregrino, errante voy,
un extraño bajo el sol.
Encuentro a Dios en mi camino,
consuelo y paz en mi dolor.

VIRGEN MARÍA, TÚ ME GUÍAS
EN MI CAMINO A JESÚS.
CON CUIDADOS MATERNALES
TÚ ME ENSEÑAS EL AMOR.

2. Soy peregrino en esta tierra,
marcho contento hacia Dios.
Soy ciudadano de su Reino,
voy anunciando su amor.

3. Soy peregrino y caminante,
soy mensajero de la paz.
Traigo a los hombres el mensaje:
que con nosotros Dios está.

4. Soy luchador y peregrino,
construir el mundo es mi misión
y completar así el designio
de nuestro Padre Creador.

Todos:

En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

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ANEXO

– Lectio personal: Descargar aquí

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NOTAS

1. Benedicto XVI, Jesús de Nazareth (1ª parte). Ed. Planeta, Ciudad de MéxicoD.F. 2008, p.23.

2. Ver Jn 6,39-40.

3. Catecismo de la Iglesia Católica, 989.

4. Tertuliano, De resurrection emortuorum 1,1.

5. Catecismo de la Iglesia Católica, 991.

6. Benedicto XVI, Encíclica Spe Salvi, 1.

7. Camino hacia Dios, vol. II, Meditación sobre la esperanza, p.74.

8. Performativo: enunciado que no se limita a describir un hecho, sino que por el mismo hecho de ser expresado realiza el hecho.

9. Benedicto XVI,Encíclica Spe Salvi, 10.

10. Flp 3,20.

11. Ver Hb 13,14.

12. Hb 11,16.

13. San Juan Pablo II, Audiencia general, 26 de mayo de 1999.

14. Ver Ignacio Blanco, El camino de la santidad, p.12.

15. Eclesiástico 7,36.

16. San Alfonso María de Ligorio, Preparación para la muerte, 12,1.

17. Eclo 8,7.

18. Catecismo de la Iglesia Católica, 1013.

19. Flp 1,23.

20. Catecismo de la Iglesia Católica, 1011.

21. Flp 1,21.

22. 2Tm 2,11.

23. Catecismo de la Iglesia Católica, 1010.

24. 2Tim 2,11.

25. Ver Lc 23,43; 2Co 5,8; Flp 1,23; Hb 9,27; 12,23; Mt 16,26.

26. Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1021.

27. Lc 16,20-25.

28. Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1022.

29. San Juan de la Cruz, Avisos y sentencias, 5.

30. Ap 2,23.

31. Ver Rom 2,7-10.

32. Lc 24,51.

33. Jn 16,10.

34. Ver Mt 22,14.

35. Ver Mt 25,1-13.

36. Ver Lc 23,42.

37. Ver Catecismo de la Iglesia Católica,1026.

38. Benedicto XII, Constitución Benedictus Deus: DS 1000; Ver Concilio Vaticano II, Constitución Lumen Gentium, 49.

39. Ver Jn 14,3; Flp 1,23; 1Ts 4,17.

40. Ver Ap 2,17

41. San Ambrosio, Expositio evangelii secundum Lucam 10,121.

42. Catecismo de la Iglesia Católica, 1025.

43. Catecismo de la Iglesia Católica, 1024.

44. Catecismo de la Iglesia Católica, 1035.

45. 2Pe 3,9.

46. Santa Faustina Kowalska, Diario, 723.

47. 1Jn 3,14-15.

48. Ver Mt 25,31-46.

49. Catecismo de la Iglesia Católica, 1033.

50. DS 397; 1567.

51. Plegaria Eucarística I o Canon Romano, 88: Misal Romano.

52. Catecismo de la Iglesia Católica, 1037.

53. Mt 7,13-14.

54. Concilio Vaticano II, Constitución Lumen Gentium, 48.

55. Ver Mt 12,31.

56. San Gregorio Magno, Dialogi 4, 41,3.

57. Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1030.

58. 2M 12,46.

59. Ver Jb 1,5.

60. San Juan Crisóstomo, In epistulam I ad Corinthios, homilía 41,5.

61. Benedicto XVI, Encíclica Spe Salvi, 1.

62. Ver Mt 13,7.

63. Mi vida en Xto, Oración del Lunes, 24 de Mayo 2015.

64. Jn 3,16.

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