1. El Sacramento de la Reconciliación

«El sacramento de la Reconciliación es un sacramento de curación.  Cuando yo voy a confesarme es para curarme, curarme el alma, curarme el corazón por algo que hice y no está bien».

Papa Francisco, Catequesis del 19 de febrero de 2014.

Cuadro

«… Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido”[1].

 

El sacramento de la Reconciliación es un don maravilloso que el Señor Jesús nos ha dado. En él encontramos su misericordia infinita. Pues quien se confiesa no se encuentra con un tribunal humano, sino con Jesús mismo que quiere nuestra salvación y reconciliación.

«Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios, el perdón de los pecados cometidos contra Él y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones»[2].

El sacramento de la Reconciliación expresa la misericordia de Dios que, a través de su Iglesia, no cesa de brindar todo los medios necesarios para que alcancemos la vida eterna. De esta manera, se realiza sacramentalmente nuestro retorno a los brazos del Padre[3].

a. Sólo Dios perdona los pecados[4]

El Señor Jesús es el Hijo de Dios. Él dice de sí mismo: “El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra”[5] y ejerce ese poder divino: “Tus pecados están perdonados”[6]. Y en virtud de su autoridad divina, confiere este poder a los hombres, para que lo ejerzan en su nombre.

“Jesús les dijo otra vez: La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”[7].

Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre. Por esto, confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico[8], que está encargado del «ministerio de la reconciliación»[9]. El apóstol es enviado “en nombre de Cristo”, y “es Dios mismo” quien, a través de él, exhorta y suplica: «Dejaos reconciliar con Dios»[10].

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Necesitamos experimentar el amor de Dios que nos perdona y que se hace palpable en el sacramento de la reconciliación, para perdonarnos a nosotros mismos y para perdonar a los demás.

“Sabio es el Señor cuando deja a su Iglesia este sacramento del perdón de los pecados. Sabe que todo hijo pródigo necesita escuchar que alguien en nombre de Dios le diga «yo te perdono» para experimentarse realmente perdonado por Dios. Quienes han cometido un pecado grave saben que por más que le pidan perdón a Dios «directamente», nunca terminan de experimentarse perdonados. Tampoco son capaces de perdonarse a sí mismos. El modo instituido por el Señor para el perdón de los pecados ofrece al pecador arrepentido la certeza de haber sido perdonado por Dios. Es por ello que quien, venciendo su vergüenza y temor, acude humildemente al ministro del Señor a implorar el perdón de Dios experimenta cómo «se le quita de encima un peso inmenso», puede «respirar nuevamente», la paz vuelve a su corazón. Sólo entonces él o ella misma estarán también en condiciones de perdonarse a sí mismos y perdonar a los demás”[11].

b. Reconciliación con la Iglesia[12]

“Durante su vida pública, Jesús no sólo perdonó los pecados, también manifestó el efecto de este perdón: a los pecadores que son perdonados los vuelve a integrar en la comunidad del pueblo de Dios, de donde el pecado los había alejado o incluso excluido. Un signo manifiesto de ello es el hecho de que Jesús admite a los pecadores a su mesa, más aún, Él mismo se sienta a su mesa, gesto que expresa de manera conmovedora, a la vez, el perdón de Dios y el retorno al seno del pueblo de Dios”[13].

Al hacer partícipes a los Apóstoles de su propio poder de perdonar los pecados, el Señor les da también la autoridad de reconciliar a los pecadores con la Iglesia. Esta dimensión eclesial de su tarea se expresa particularmente en las palabras solemnes de Cristo a Simón Pedro:

«A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos»[14].

A través de esto consta que también el colegio de los Apóstoles, unido a su cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro[15].

c. Los nombres del sacramento

Este sacramento es conocido con diferentes nombres. Nos dice el Catecismo:

“Se le denomina sacramento de Conversión porque realiza sacramentalmente la llamada de Jesús a la conversión[16], la vuelta al Padre[17] del que el hombre se había alejado por el pecado.

Se denomina sacramento de la Penitencia porque consagra un proceso personal y eclesial de conversión, de arrepentimiento y de reparación por parte del cristiano pecador.

Es llamado sacramento de la Confesión porque la declaración o manifestación, la confesión de los pecados ante el sacerdote, es un elemento esencial de este sacramento. En un sentido profundo este sacramento es también una ‘confesión’, reconocimiento y alabanza de la santidad de Dios y de su misericordia para con el hombre pecador.

También es sacramento del Perdón porque por la absolución sacramental del sacerdote, Dios concede al penitente ‘el perdón y la paz’.

Se le denomina sacramento de Reconciliación porque otorga al pecador el amor de Dios que reconcilia: ‘Dejaos reconciliar con Dios’[18]. El que vive del amor misericordioso de Dios está pronto a responder a la llamada del Señor: ‘Ve primero a reconciliarte con tu hermano’[19][20].

«Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo”[21].

 d. ¿Qué se requiere para hacer una buena confesión?

“Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”[56].

Una buena confesión consta de cinco pasos:

  • Examen de conciencia: Es importante hacer un cuidadoso examen de conciencia[22] que consiste en hacer una diligente búsqueda de los pecados cometidos después de la última confesión bien hecha.
  • Dolor de corazón: Es “un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar”[23].
  • Propósito de enmienda: El arrepentimiento ciertamente mira hacia el pasado, pero implica necesariamente un empeño hacia el futuro con la firme voluntad de no volver a cometer el pecado.
  • Confesión: Por la confesión de los pecados al sacerdote, el hombre se enfrenta a sus pecados; asume su responsabilidad y, por ello, se abre de nuevo a Dios y a la comunión de la Iglesia con el fin de hacer posible un nuevo futuro.Estamos obligados a confesar todos y cada uno de los pecados mortales, cometidos después de la última confesión. Además, es recomendable la confesión de los pecados veniales, en miras a avanzar más firmemente en el camino hacia la santidad.
  • Cumplir la Penitencia: La absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que el pecado causó. Liberado del pecado, debemos todavía recobrar la plena salud espiritual. Por tanto, debemos hacer algo más para reparar nuestros pecados. Esto lo hacemos cumpliendo la “penitencia” que nos manda el sacerdote que nos confiesa[24].

«El perdón de nuestros pecados no es algo que podamos darnos nosotros mismos. Yo no puedo decir: me perdono los pecados. El perdón se pide, se pide a otro, y en la Confesión pedimos el perdón a Jesús. El perdón no es fruto de nuestros esfuerzos, sino que es un regalo, es un don del Espíritu Santo, que nos llena de la purificación de misericordia y de gracia que brota incesantemente del corazón abierto de par en par de Cristo crucificado y resucitado».

Papa Francisco, Catequesis del 19 de febrero de 2014

 

e. ¿Cuáles son los efectos del Sacramento de la Reconciliación?

Los efectos del Sacramento de la Reconciliación son la reconciliación con Dios y con la Iglesia, además de la recuperación de la gracia santificante, y el aumento de las fuerzas espirituales para caminar hacia la santidad[25]. La confesión es un medio extraordinariamente eficaz para progresar en nuestro camino para ser santos. En efecto, además de darnos la gracia de perdón propia del sacramento, nos hace ejercitar las virtudes fundamentales de nuestra vida cristiana:

  • La humildad, que es la base de todo el edificio espiritual.
  • La fe en Jesús Salvador y en sus méritos infinitos.
  • La esperanza del perdón y de la vida eterna.
  • El amor hacia Dios y hacia el prójimo.
  • La apertura de nuestro corazón a la reconciliación con quien nos ha ofendido.

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El Sacramento de la Reconciliación no solamente tiene un efecto curativo, también hay otro factor que con frecuencia olvidamos: es poderoso preventivo de caer en pecado. Recibimos no sólo el perdón real e instantáneo sino que recibimos una gracia especial que nos previene frente al pecado.

Por el Sacramento de la Reconciliación recibimos el perdón real de Dios y la gracia que nos previene frente al pecado.

 

2. ¿Con qué frecuencia debemos confesarnos?

 

La Iglesia que es madre y maestra dispone que como mínimo hay que confesarse una vez al año, los pecados graves[26]. Pero, recomienda que sea de manera frecuente y periódica, pues, por la concupiscencia heredada por el pecado original, podemos reconocer que es muy difícil permanecer grandes períodos de tiempo sin necesitar del perdón de Dios por nuestras faltas. Ya nos dice San Pablo: “Puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero”[27].

a. Sentido del pecado:

El asunto es que al haberse perdido hoy la conciencia de pecado, no se ve como una necesidad y a veces urgencia el acudir al Sacramento de la Reconciliación. Con esta falta de conciencia de los propios pecados, muchas veces no se recibe de manera digna, es decir, en estado de gracia, la Eucaristía.

Al respecto nos dice San Juan Pablo II:

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“Este sentido tiene su raíz en la conciencia moral del hombre y es como su termómetro. Está unido al sentido de Dios, ya que deriva de la relación consciente que el hombre tiene con Dios como su Creador, Señor y Padre. Por consiguiente, así como no se puede eliminar completamente el sentido de Dios ni apagar la conciencia, tampoco se borra jamás completamente el sentido del pecado.
Sin embargo, sucede frecuentemente en la historia, durante períodos de tiempo más o menos largos y bajo la influencia de múltiples factores, que se oscurece gravemente la conciencia moral en muchos hombres. ‘¿Tenemos una idea justa de la conciencia?’—Preguntaba yo hace dos años en un coloquio con los fieles— . ‘¿No vive el hombre contemporáneo bajo la amenaza de un eclipse de la conciencia, de una deformación de la conciencia, de un entorpecimiento o de una ‘anestesia’ de la conciencia?’. Muchas señales indican que en nuestro tiempo existe este eclipse, que es tanto más inquietante, en cuanto esta conciencia, definida por el Concilio como ‘el núcleo más secreto y el sagrario del hombre’, está ‘íntimamente unida a la libertad del hombre (…). Por esto la conciencia, de modo principal, se encuentra en la base de la dignidad interior del hombre y, a la vez, de su relación con Dios’. Por lo tanto, es inevitable que en esta situación quede oscurecido también el sentido del pecado, que está íntimamente unido a la conciencia moral, a la búsqueda de la verdad, a la voluntad de hacer un uso responsable de la libertad. Junto a la conciencia queda también oscurecido el sentido de Dios, y entonces, perdido este decisivo punto de referencia interior, se pierde el sentido del pecado. He aquí por qué mi Predecesor Pio XII, con una frase que ha llegado a ser casi proverbial, pudo declarar en una ocasión que ‘el pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado’[28][29].

Por esto es que es muy importante restablecer el sentido justo del pecado. Esta es la primera manera de afrontar la grave crisis espiritual que afecta al hombre de nuestro tiempo. Pero el sentido del pecado se restablece únicamente con una clara llamada a los principios de razón y de fe que la doctrina moral de la Iglesia ha sostenido siempre.

Para ello, sin caer en escrúpulos, hay que tener claro lo que nos enseña la fe sobre los pecados mortales y veniales, para poder hacer un recto examen de conciencia y así reconciliarnos con Dios Amor, que solo quiere nuestro retorno a Él.

b. Pecado mortal:

«Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia[30] grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento”[31].

El pecado mortal rompe nuestra comunión con Dios.

Nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica:

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“El pecado mortal requiere plena conciencia y entero consentimiento. Presupone el conocimiento del carácter pecaminoso del acto, de su oposición a la Ley de Dios. Implica también un consentimiento suficientemente deliberado para ser una elección personal. La ignorancia afectada y el endurecimiento del corazón[32] no disminuyen, sino aumentan, el carácter voluntario del pecado.”[33]

“La ignorancia involuntaria puede disminuir, y aún excusar, la imputabilidad de una falta grave, pero se supone que nadie ignora los principios de la ley moral que están inscritos en la conciencia de todo hombre. Los impulsos de la sensibilidad, las pasiones pueden igualmente reducir el carácter voluntario y libre de la falta, lo mismo que las presiones exteriores o los trastornos patológicos. El pecado más grave es el que se comete por malicia, por elección deliberada del mal”[34].

“El pecado mortal es una posibilidad radical de la libertad humana como lo es también el amor. Entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es rescatado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno; de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno. Sin embargo, aunque podamos juzgar que un acto es en sí una falta grave, el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia de Dios”[35].

“El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior”[36].

“Cuando […] la voluntad se dirige a una cosa de suyo contraria a la caridad por la que estamos ordenados al fin último, el pecado, por su objeto mismo, tiene causa para ser mortal […] sea contra el amor de Dios, como la blasfemia, el perjurio, etc., o contra el amor del prójimo, como el homicidio, el adulterio, etc. […] En cambio, cuando la voluntad del pecador se dirige a veces a una cosa que contiene en sí un desorden, pero que sin embargo no es contraria al amor de Dios y del prójimo, como una palabra ociosa,etc.; tales pecados son veniales”[37]

“La materia grave es precisada por los Diez mandamientos según la respuesta de Jesús al joven rico: ‘No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre’[38]. La gravedad de los pecados es mayor o menor: un asesinato es más grave que un robo. La cualidad de las personas lesionadas cuenta también: la violencia ejercida contra los padres es más grave que la ejercida contra un extraño”[39].

“El pecado mortal, que ataca en nosotros el principio vital que es la caridad, necesita una nueva iniciativa de la misericordia de Dios y una conversión del corazón que se realiza ordinariamente en el marco del sacramento de la Reconciliación”[40].

El pecado impide vivir el amor, causa rupturas  y nos aleja de los que más queremos, es decir, el pecado obstaculiza nuestras relaciones y deteriora la comunicación.

Si hemos caído en pecado mortal, debemos recurrir inmediatamente a la confesión, incluso si hay duda de haber caído. Respondía San Agustín a un penitente que propuso confesarse no ese día sino al día siguiente: “El Señor nos ha ofrecido la misericordia, pero no nos ha prometido el mañana”[41]. Nuestro propósito de confesarnos debe ser instantáneo.
Tengamos presente que: “Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave que no comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental”[42].

c. Pecado venial:

El pecado venial, que se diferencia esencialmente del pecado mortal, se comete cuando la materia es leve; o bien cuando, siendo grave la materia, no se da pleno conocimiento o perfecto consentimiento. Este pecado no ha roto por completo nuestra comunión con Dios, pero sí ha debilitado nuestro amor hacia Él. Si queremos progresar en la vida espiritual para así ser santos, debemos procurar también la confesión recurrente de nuestros pecados veniales. El pecado venial enfría nuestra relación con el Padre bueno, mengua la acción de la gracia y nos predispone para el pecado mortal.

Nos dice el Catecismo:

“El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofende y la hiere”[43].

“Se comete un pecado venial cuando no se observa en una materia leve la medida prescrita por la ley moral, o cuando se desobedece a la ley moral en materia grave, pero sin pleno conocimiento o sin entero consentimiento”[44].

“El pecado venial debilita la caridad; entraña un afecto desordenado a bienes creados; impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y la práctica del bien moral; merece penas temporales. El pecado venial deliberado y que permanece sin arrepentimiento, nos dispone poco a poco a cometer el pecado mortal. No obstante, el pecado venial no nos hace contrarios a la voluntad y la amistad divinas; no rompe la Alianza con Dios. Es humanamente reparable con la gracia de Dios”[45]. “No priva de la gracia santificante, de la amistad con Dios, de la caridad, ni, por tanto, de la bienaventuranza eterna”[46].

“El hombre, mientras permanece en la carne, no puede evitar todo pecado, al menos los pecados leves. Pero estos pecados, que llamamos leves, no los consideres poca cosa: si los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los cuentas. Muchos objetos pequeños hacen una gran masa; muchas gotas de agua llenan un río. Muchos granos hacen un montón. ¿Cuál es entonces nuestra esperanza? Ante todo, la confesión…”[47].

 

3. Emprender el camino hacia la casa del Padre

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El Señor es fortaleza de mi vida[48].

Recordemos que, además del perdón de los pecados (gracia que opera independientemente de nuestra disposición), el Sacramento de la Reconciliación nos concede abundantes bendiciones, las que ayudan nuestro combate espiritual y con las que debemos procurar colaborar.

Ante tanta misericordia mostrada por el Padre, que no se reservó a su propio Hijo sino que «le entregó por todos nosotros»[49] podemos preguntarnos: ¿Qué más pudo haber hecho el Padre por nosotros? ¿Y qué haré yo para corresponder a tanta bondad y a tanto amor?

Es tiempo propicio para emprender con renovado ardor nuestra peregrinación hacia la casa del Padre, quien con los brazos abiertos nos espera para colmar nuestros anhelos más profundos de amor y plenitud.

«Queridos amigos, celebrar el sacramento de la Reconciliación significa ser envueltos en un abrazo caluroso: es el abrazo de la infinita misericordia del Padre».
Papa Francisco, Catequesis del 19 de febrero de 2014

 

[1] Lc15, 6.

[2] Catecismo de la Iglesia Católica, 1422.

[3] Ver Catecismo de la Iglesia Católica,1440.

[4] Ver Catecismo de la Iglesia Católica,1441-1442.

[5] Mc 2,10.

[6] Mc 2,5; Lc 7,48.

[7] Jn 20, 21-23.

[8] Ministerio apostólico: El que ejercen los Obispos (sucesores de los apóstoles) y los sacerdotes.

[9] 2Cor5, 8.

[10] 2Cor 5, 20.

[11] Camino hacia Dios n. 222“¿Por qué debo confesarme?”.

[12] Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1444.

[13] Catecismo de la Iglesia Católica, 1443.

[14] Mt 16, 19.

[15] Ver Concilio Vaticano II, Constitución Lumen Gentium, 22.

[16] Ver Mc 1, 15.

[17] Ver Lc 15, 18.

[18] 2Cor 5, 20.

[19] Mt 5, 24.

[20] Catecismo de la Iglesia Católica, 1423-1424.

[21] Ef 2, 4-5.

[22] Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1454.

[23] Catecismo de la Iglesia Católica, 1451.

[24] Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1459.

[25] Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1468-1470.

[26]Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1457.

[27]Rm7, 19.

[28] Pío XII, Radiomensaje al Congreso Catequístico Nacional de los Estados Unidos en Boston (26 de octubre de 1946): Discursos y Radiomensajes, VIII (1946), 288.

[29]San Juan Pablo II, Exhortación apostólica Reconciliatio et paenitentia, 18.

[30] Acto o pensamiento cometido.

[31]San Juan Pablo II, Exhortación apostólica Reconciliatio et paenitentia, 17.

[32] Ver Mc 3, 5-6; Lc 16, 19-31.

[33] Catecismo de la Iglesia Católica, 1859.

[34] Catecismo de la Iglesia Católica, 1860.

[35]Catecismo de la Iglesia Católica, 1861.

[36] Catecismo de la Iglesia Católica, 1855.

[37] Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 1-2, q. 88, a. 2, c.

[38] Mc 10, 19.

[39] Catecismo de la Iglesia Católica, 1858.

[40] Catecismo de la Iglesia Católica, 1856.

[41] San Agustín, In Ps. 85, 23.

[42] Concilio de Trento: DS 1647, 1661.

[43] Catecismo de la Iglesia Católica, 1855.

[44] Catecismo de la Iglesia Católica, 1862.

[45] Catecismo de la Iglesia Católica, 1863.

[46] San Juan Pablo II, Exhortación apostólica Reconciliatio et paenitentia, 17.

[47] San Agustín, In epistolam Ioannis ad Parthos tractatus decem, 1, 6.

[48] Ver Sal 26.

[49]Rm 8, 32.

 

 

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