T: LA PRESENCIA DEL MAL EN EL MUNDO Y EN MI VIDA

Miramos la realidad

collage

«No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal de modo que obedezcáis a sus apetencias. Ni hagáis ya de vuestros miembros armas de injusticia al servicio del pecado; sino más bien ofreceos vosotros mismos a Dios como muertos retornados a la vida; y vuestros miembros, como armas de justicia al servicio de Dios. Pues el pecado no dominará ya sobre vosotros, ya que no estáis bajo la ley sino bajo la gracia». Rm 6,12-14.

Cuántas veces hemos experimentado lo que San Pablo nos dice en su Carta a los Romanos «Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco… en realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí»[1].

Es importante estar atentos a las manifestaciones del pecado que se presentan en nuestra vida cotidiana, tanto en el mundo que nos rodea como en el mundo interior y frente a ello mantenernos en constante lucha contra el maligno, no cediendo a sus apetencias y viviendo con la esperanza de saber que el Señor ya ha vencido al mal.

¿Reconoces la presencia del mal en el mundo y en tu vida?

 

 

Iluminamos al mundo con la fe

 

1. Sobre el misterio de la iniquidad y el misterio de la piedad

 

a. El misterio de la iniquidad

 

Toda la historia personal y comunitaria se presenta en gran parte como una lucha contra el mal. La invocación «líbranos del mal» o del «maligno», contenida en el Padre Nuestro, enmarca nuestra oración para que nos alejemos del pecado y seamos liberados de toda connivencia con el mal. Nos recuerda la lucha diaria, pero, sobre todo, nos recuerda el secreto para vencerla: la fuerza de Dios, que se ha manifestado y se nos ofrece en Jesús[2].

3f2577

«El mal es causado en el mundo por el ser espiritual al que la revelación bíbli­ca llama diablo o Satanás, que se opone libremente a Dios[3]. La “malignidad” humana, constituida por el poder demoniaco o suscitada por su influencia, se presenta también en nuestros días de forma atrayente, seduciendo las men­tes y los corazones para hacer perder el sentido mismo del mal y del pecado. Se trata del “misterio de iniquidad”, del que habla San Pablo[4]. Desde luego, está relacionado con la libertad del hombre, “más dentro de su mismo peso humano obran factores por razón de los cuales el pecado se sitúa más allá de lo humano, en aquella zona límite donde la conciencia, la voluntad y la sensibilidad del hombre están en contacto con las oscuras fuerzas que, según San Pablo, obran en el mundo hasta enseño­rearse de él”[5]»[6].

El misterio de la iniquidad es la ruptura e injusticia del hombre frente a Dios y la in­vasión del pecado que inunda el mundo. Co­mienza con nuestros «primeros padres», Adán y Eva, cuando deciden libremente desobedecer a Dios[7]. Este acto de desobediencia genera en­tonces una desigualdad entre el Don de Dios y la respuesta del hombre a este Don, en otras palabras, se da lo que podríamos denominar una injusticia (ανομια – iniquitas).

La palabra iniquidad proviene del latín iniquitas que significa «desigualdad», pero también es entendida como «injusticia». Esta palabra deriva del vocablo griego ανομια (anomia), que denota «carencia de ley» o «desobediencia de la ley». Los judíos utilizaban este término para referirse a los gentiles, aque­llos que no habían recibido el don de la Ley de Dios a través de la Torá y, por tanto, vivían carentes de ley. Sin embargo, en el Nuevo Testamento este vocablo es utilizado, por ejemplo, en las cartas de Pablo[8] y de Juan[9], para hacer referencia a la desobediencia del hombre a Dios que se manifiesta con el pecado, es decir, como “aquel que desobedece la ley” aun conociéndola.

3f8021

Como ya hemos mencionado antes, este evento histórico —el pecado ori­ginal[10]— generó en el hombre una ruptura en sus cuatro niveles relacio­nales fundamentales: con Dios, consigo mismo, con los demás y con toda la creación. Pero todas tienen como fundamento un “distanciamiento” libre del hombre ante Dios. Desde entonces, todo ser humano nace herido por la realidad dramática del pecado, que «distorsiona seriamente —aunque no destruye— los dinamismos fundamentales del ser humano y, por tanto, lo sumerge en la desorientación acerca de su propia identidad y destino»[11].

Es importante que seamos conscientes de cómo actúa el misterio de la ini­quidad en nuestra vida personal y en la cultura actual, a la que San Juan Pablo II denominó cultura de muerte. Esta promueve las guerras, la injusticia social, el aborto, la anticoncepción, la “educación” sexual hedonista, la manipulación de em­briones humanos, la fecundación in vitro, la clonación y la experimentación con em­briones humanos, la eutanasia, el ataque a la institución de la familia, el atropello a la dignidad de las personas, entre otros muchos males. Es necesario profundizar en nuestro conocimiento sobre el avance que ha tenido la cultura de muerte. La ne­cesidad de esta reflexión es apremian­te, pues mientras más silencioso es el enemigo, más difícil resulta combatirlo. Existe el peligro de que nuestra conciencia se adormezca, con el consecuente debilitamiento de las acciones que debe­mos tomar al respecto.

 

b. El misterio de la piedad

 

El misterio de la piedad, citado por Pablo en su carta a Timoteo[12], se refiere al misterio del Amor de Dios por nosotros, que llega hasta las últimas con­secuencias, al “colmo” del amor[13], en el misterio de la Encarnación.

1g2029

La realidad del pecado solo se esclarece a la luz de la Revelación divina gra­cias a la Encarnación del Hijo, Dios hecho Hombre, «porque “el misterio […] de la iniquidad”[14] solo se esclarece a la luz del “misterio de la piedad”[15]. La revelación del amor divino en Cristo ha manifestado a la vez la extensión del mal y la sobreabundancia de la gracia[16]»[17]. Más adelante el Catecismo también afirma que solo conociendo la grandeza del amor de Dios se puede comprender la hondura y profundidad del daño causado por el pecado en la naturaleza humana: «Para intentar comprender lo que es el pecado, es preciso, en primer lugar, reconocer el vínculo profundo del hombre con Dios, porque fuera de esta relación, el mal del pecado no es desenmascarado en su verdadera identidad de rechazo y oposición a Dios, aunque continúe pesando sobre la vida del hombre y sobre la historia»[18].

«La Iglesia se encuentra, por tanto, frente al hombre —a toda la humanidad— herido por el pecado y tocado en lo más íntimo de su ser, pero, a la vez movido hacia un irrefrenable deseo de liberación del pecado y, especialmente si es cristiano, consciente de que el misterio de la piedad, Cristo Señor, obra ya en él y en el mundo con la fuerza de la Redención»[19].

El misterio de la piedad también explica la respuesta de amor del ser humano al amor de Dios. La Eusebia «es el amor (del hombre) a Dios, que se despliega desde una ac­titud interior hacia un estilo de vida reverente y que penetra todas las dimensiones de la existencia: la rela­ción con Dios, con uno mismo, con la sociedad y con el mundo creado. Va mucho más allá de un mero moralismo, o del culto externo y formal. Implica particularmente momentos fuertes de oración, pero es también despliegue de la fe en la vida cotidiana. Es un modo de vivir en el que la persona da glo­ria a Dios con todo su ser y sus acciones, y hace de toda su existencia un acto de oración y de alabanza al Señor»[20].

La palabra piedad proviene del latín pietas, que es traducida del texto original en griego de la palabra εuσεβεἰας (eusebeias). El mundo helénico emplea eu­sebeia con connotaciones distintas, por ejemplo, en Platón significa la acción de servir a los dioses haciendo el bien y también dándoles la debida adora­ción. Además de los dioses, los parientes, jueces, los juramentos, la ley y el bien serían objeto de “adoración” por parte de la cultura helenística.

La cultura hebrea[21], en cambio, utiliza este término en el sentido de la debida adoración a Dios en el servicio a Él, mediante la observancia de la Ley.

Sin embargo, el Nuevo Testamento nos enseña que la eusebeia cristiana no es moralista—no se fundamenta en el simple cumplimiento de una norma externa— sino que está arraigada en el acontecimiento de la Encarnación del Hijo de Dios[22]. Entonces, no es un simple «culto externo» sino que la «piedad» abarca toda la vida del hombre, de aquel que vive con la mirada puesta en Dios y en sus promesas.

«Y sin duda alguna grande es el misterio de la piedad: Él ha sido manifestado en la carne, justificado en el Espíritu…»[23].

En esta emblemática cita de Pablo, la palabra eusebeias está referida a la En­carnación del Hijo de Dios: lo que significa que por Cristo y en Cristo podemos manifestar el debido culto a Dios a través de nuestra propia vida. Ya no hay nada auténticamente humano que no pueda ser hecho un acto de amor y adoración a Dios, toda nuestra vida puede ser una «liturgia continua», dando gloria a Dios en todo cuanto somos y hacemos.

En resumen, podríamos afirmar que el misterio de la Iniquidad y el de la Piedad se contraponen, son movimientos «contrarios». Mientras el primero surge de la desobediencia y del amor propio por encima de Dios, el misterio de la piedad cristiana brota del amor a Dios y como consecuencia —coope­rando con la gracia dada por Él— el ser humano opta por obedecer su Plan de Amor, conformándose cada vez más al Señor Jesús, modelo supremo de obediencia amorosa al Padre y a su Plan divino.

 

2. La concupiscencia: consecuencia del pecado original

 

La concupiscencia (fomes peccati[24]) es la inclinación del hombre hacia el mal. El sacramento del Bautismo —que nos incorpora al Cuerpo de Cristo— no borra todas las consecuencias del pecado de nuestros primeros padres. Aunque la culpa original desaparece, el misterio de la iniquidad permanece y permanecerá hasta el final de los tiempos.

1q4254

La presencia del mal nos hace perder el norte de nuestra vida

La concupiscencia en sí misma no es pecado, es la tendencia hacia el mal, la cual facilita que el ser humano peque, aunque sí podemos dejar de pecar, por la redención obrada por Cristo. Librarnos del pecado, dejar de pecar, impli­cará siempre una cooperación con la gracia de Dios, sin la cual no podríamos «librarnos de este cuerpo que nos lleva a la muerte».

La ruptura del pecado introduce en el hombre un desequilibrio fondal. Esta herida se manifiesta:

•  por una errada decodificación de los dinamismos fundamentales[25] —de permanencia y despliegue—.
•  por la distorsión de sus facultades ofuscación del intelecto para conocer la verdad (ignorancia) y debilitamiento de la voluntad para seguir el bien (malicia y fragilidad).

Pero esto no significa una pérdi­da absoluta de nuestras facultades esenciales, podemos aún conocer la verdad y optar por el bien pero con dificultad, por esta tendencia al mal.

San Pablo manifiesta de manera muy elocuente su fragilidad —que es la de todos los hombres afectados por la concupiscencia— en su carta a los romanos:

«Realmente mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero sino que hago lo que aborrezco (…). Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, más no el realizarlo, sino que obro el mal que no quiero (…). ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!”[26].

Queda claro —gracias a las duras palabras que Pablo aplica a sí mismo— que solos no podremos librarnos en esta vida de la tendencia hacia el mal, llamada concupiscencia. Solo la gracia de Dios dada a nosotros por medio de Cristo, nuestro Señor, puede —junto con nuestra libre cooperación— permi­tirnos obrar según el bien y la verdad.

 

a. Las tres concupiscencias

 

San Juan en su primera carta refiere tres «tipos» de concupiscencia como formas en que se nos presenta el mal en el mundo: «Porque todo cuanto hay en el mundo —la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas— no viene del Padre sino del mundo»[27].

San Juan en su primera carta refiere tres «tipos» de concupiscencia como formas en que se nos presenta el mal en el mundo: «Porque todo cuanto hay en el mundo —la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas— no viene del Padre sino del mundo»27.
•  Estas tres concupiscencias obstaculizan la recta decodificación[28] de nuestros dinamismos fundamentales —que actúan de manera continua y simultánea,
generando una sinergia entre ambos— que apuntan hacia la realización de la persona, en la vivencia de su verdadera identidad.
•  Al leer nuestros dinamismos fundamentales bajo el prisma del pecado, obtenemos una decodificación errada de estos. Buscamos saciar nuestro anhelo de permanencia con acciones contra nuestra identidad y perseguimos responder a nuestro anhelo de despliegue con conductas que no nos hacen verdaderamente felices. Es decir,
–  no leemos nuestros anhelos de amor, de donación de sí y de vivir un servicio desinteresado, como medio de realización, sino que nos engañamos pensando que nuestra realización estará en el poseerplacer (concupiscencia de la carne), que es la búsqueda y apego desordenado de la compensación y gratificación de los sentidos;
–  no leemos nuestros anhelos de alcanzar nuestra seguridad en Dios y su Plan y en la vivencia del amor, como medio de realización, sino en el tener (concupiscencia de los ojos), que es el apego desordenado a las compensaciones y seguridad que ofrecen los bienes de este mundo;
–  no leemos la obediencia a Dios y a su plan de amor, como medio de realización, sino que leemos que nuestra felicidad estará en el PODER (jactancia de las riquezas), que es la afirmación autosuficiente de nosotros mismos y de nuestros propios planes frente a Dios y su Plan.

captura

 

«La vida nueva recibida en la iniciación cristiana no suprimió la fragilidad y la debilidad de la naturaleza humana, ni la inclinación al pecado que la tradición llama concupiscencia, y que permanece en los bautiza-dos a fin de que sirva de prueba en ellos en el combate de la vida cristiana ayudados por la gracia de Dios»[29].

 

3. Los vicios capitales

 

Los vicios son la forma concreta que toma en nosotros la concupiscencia. Se trata, pues, de una inclinación a determinados pecados hechos costumbre, hasta el punto que pueden ser considerados hábitos, es decir, disposiciones permanentes de nuestra persona. Esta tendencia al pecado permanece en nosotros después del Bautismo.

Pero esa inclinación no se vuelve vicio, sino cediendo a ella y cayendo en pe­cados concretos: en opciones libres por el mal. Se empieza siempre con actos pecaminosos aislados, cometidos con conciencia de hacer lo indebido, de dar un mal paso, pero atraídos por la apariencia de bien —por una decodifica­ción errada de nuestros dinamismos—, que nos conducen al acto malo. Con la repetición, los actos se van volviendo menos conscientes, y poco a poco pueden llegar a convertirse casi en algo propio, en una característica habitual de la persona. Estos vicios si no son combatidos, conducen al pecado.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que «Los vicios pueden ser catalogados según las virtudes a las que se oponen, o también pueden ser referidos a los pecados capitales que la experiencia cristiana ha distinguido siguiendo a san Juan Casiano[30] y a san Gregorio Magno[31]. Son llamados capi­tales porque generan otros pecados u otros vicios: la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula, la pereza»[32].

«El pecado crea una facilidad para el pecado, engendra el vicio por la re-petición de actos. De ahí resultan inclinaciones desviadas que oscurecen la conciencia y corrompen la valoración concreta del bien y del mal. Así el pecado tiende a reproducirse y a reforzarse, pero no puede destruir el sentido moral hasta su raíz»[33].

En las Sagradas Escrituras, encontramos enumeraciones de vicios muy amplias, que no responden siempre a un orden fijo. Es tradicional partir de las tres concupiscencias que refiere san Juan[34].

 

a. Búsqueda de placer

 

Los pecados que corresponden a «la concupiscencia de la carne»[35] son aquellos que provienen de la inclinación sensual del ser humano. Po­nemos nuestra permanencia y nuestro despliegue en la satisfacción de las apetencias de nuestro cuerpo, en el estrato inferior de nuestro ser. Son los pecados que tocan principalmente la parte corporal de nuestro ser.

gula

• La gula.  Es el apetito desordenado de comer y beber. En pocas ocasiones, la acción en sí misma es objetivamente pecaminosa —como un exceso exagerado, evidente— pero en la mayoría de los casos el pecado está en el desorden interior. Significa poner más confianza en el placer —que en este caso da la comida o la bebida— que en Dios y su designio como fuente de nuestra felicidad. Esto constituye un acto grave sobre todo cuando nos lleva a dejar de cumplir el Plan de Dios por satisfacer la gula. Este es un elemento clave para discernir si hay desorden o no: ¿Puedo dejarlo cuando yo decida hacerlo? Por eso, un criterio práctico es la disponibilidad efectiva de renunciar a cualquier alimento o bebida, si el Plan de Dios nos lo pidiera, ya sea por obediencia, o porque comer algo afecta nuestra salud, da un mal testimonio, etc.

Nuestra disposición frente a los alimentos debe ser la de la libertad de los hijos de Dios. La comida y la bebida no pueden esclavizarnos. No somos esclavos de ninguna norma, pero debemos ser capaces de renunciar a cualquier cosa por el Plan de Dios, si fuera necesario.

Una manera muy sutil de la gula es el exceso de gusto al comer, el apego al placer sensual que nos da el comer, así la cantidad no sea mucha. Es algo que además es fomentado hoy en día, algo visto como «bueno» o «normal», es conocido también como sibaritismo[36].

La gula está muy vinculada a la lujuria, a la que conduce con frecuen­cia. La gula nos va haciendo esclavos de nuestra sensualidad, debilitando nuestra voluntad y llevándonos a otros vicios.

Por otra parte, la ascética en el comer es un medio externo concreto y más o menos fácil para ir educando nuestra voluntad e ir creciendo en la liberad.

 

pereza

• La pereza. Es la tendencia sensual al ocio, a la vida cómoda y la repugnan­cia al esfuerzo. El esfuerzo siempre cuesta y el perezoso no está dispuesto a pagar el precio.

A la naturaleza humana, le es esencial perfeccionarse por medio del esfuer­zo y del trabajo. La pereza es entonces una mutilación de la realización del ser humano.

La pereza y la tibieza están íntimamente ligadas, porque implican en la práctica anteponer la propia comodidad al deber y a la caridad — así sea hacia nosotros mismos— pues todo pecado es una falta de caridad hacia uno mismo. Cada acto de pereza contiene, de hecho, un rechazo implícito al Plan de Dios. Al perezoso le molestan los que le exigen —con su ejemplo— o lo desinstalan de su comodidad[37]. Existe una forma «es­piritual» de pereza, muy común en nuestros días, llamada por los maes­tros espirituales «acedia». La acedia no es otra cosa que la pereza a las cosas espirituales, que también exigen esfuerzo y un desinstalamiento de la persona. La acedia vuelve el corazón del hombre tardo y pesado para lo espiritual, insensible —y a veces hasta imperceptible— a las cosas de Dios. El afectado no «entiende» ya el lenguaje de Dios y tampoco quiere entenderlo. Es una especie de tibieza espiritual.

 

 

• La lujuria. Es el deseo desordenado del placer sexual. Quizá es el desorden que de modo más inmediato y fuerte nos hace sentir nuestra propia miseria. Pero por eso no es el pecado más grave. Hoy en día es particularmente difícil enfrentar este vicio, la cultura de muerte erige a la tendencia sexual como un ídolo.

lujuria

La lujuria no es una tendencia natural, lo natural en el hombre es el amor. Hemos sido hechos para el amor, no para el deseo desordenado del placer se­xual. Esto es fruto del egoísmo, que nos cierra además a la fecundidad de ese amor en su manifestación/expresión a través del acto sexual entre marido y mujer. La lujuria es negación del amor y por tanto frustra­ción del anhelo de encuentro que es el sustrato más profundo de la naturaleza humana. Este vicio atenta directamente contra nuestra dig­nidad y contra la dignidad del otro —que lo cosifica— y nos reduce a un egoísmo inmediatista, a una búsqueda primaria del placer, más propia de animales que de seres humanos.

Es importante comprender que lo que hace mala la lujuria no es el cuerpo —el cuerpo es bueno— ni tampoco la tendencia natural a la búsqueda del placer corporal y sexual, sino la búsqueda egoísta y desordenada por satisfacer esa tendencia natural. Por la lujuria, la sexualidad se des­envuelve en el plano de la satisfacción personal y egocéntrica y no como debe ser, en la búsqueda del encuentro y la donación al otro.

Así, un aspecto decisivo para vencer la lujuria es querer vivir la caridad, querer ser fieles al anhelo de comunión y entrega que hay en lo más íntimo de nuestro ser y que la lujuria traiciona.

Parte del problema es el mundo «sexualizado» en el que vivimos, donde ser lujurioso es visto muchas veces como una «virtud» o «ideal», o incluso más sutilmente como algo «normal», frente a lo cual no podemos —ni debemos— luchar. Muchas veces los criterios del mundo nos llevan a creer equivocadamente que no podemos vencer la lujuria y que si renunciáramos a ella renunciaríamos a algo «necesario» y propio de nuestra humanidad. Por eso, una parte fundamental en la lucha contra la lujuria es la renuncia al mundo y a sus criterios.

Es importante reconocer que la lujuria es un desorden de nuestra propia car­ne, ligado a nuestros complejos y a nuestros desórdenes afectivos. La lleva­mos con nosotros, como manifestación de nuestro hombre viejo. Es una de las heridas difíciles de cerrar. Vencer la lujuria implica renunciar a algo que da placer, y a lo cual podemos estar apegados. Si no reconocemos que hay un gusto —pecaminoso pero real— en los actos de lujuria, y no renunciamos directa y francamente a ese gusto, nunca lograremos derrotarla.

Vencer la lujuria implica necesariamente la humildad. Es importante recono­cer nuestra responsabilidad en todo acto de lujuria, no podemos «excusar­nos», porque haría más difícil salir del vicio. Esta humildad implica también la necesidad de acudir al consejo fraterno.

El que no acepta su inclinación pecaminosa y la saca a la luz cae siempre en la angustia. La soberbia, unida a la lujuria, lleva a la desesperación. Solo siendo humildes y abriéndonos a la verdad, podemos experimentar que la lujuria sí se puede vencer. En el ocultamiento la lujuria, el desorden interior que produce, crece y se multiplica, y puede llegar a hacerse inmanejable. Muchas veces basta con sacar nuestras dificultades a la luz y al experimentar esa Luz de Dios, que nos consuela y no nos acusa sino que nos sana, nuestros pecados en esta línea pierden su mismo peso opresor que nos podrían llevar a la desesperanza.

 

b. Búsqueda de tener

 

Los pecados en la línea del tener son aquellos que suponen la felicidad en la acumulación de seguridades y compensaciones que nos puede dar el mundo. Consiste en poner nuestra permanencia y nuestro despliegue en lo que podemos ver y tomar en nuestras manos, en los bienes que podemos acumular. Es llamada también «concupiscencia de los ojos»[38]. Apela princi­palmente a la seguridad humana que buscamos con nuestra psique (mente).

avaricia

• Avaricia. Es permitir que el corazón se aficione al dinero y a los bienes mate­riales. Presenta un doble impulso o vertiente: por un lado querer adquirir bienes para acumularlos y por otro la dificultad para renunciar a estos.

La avaricia implica siempre desconfianza en Dios, pues quien se apega a los bienes no confía en la Providencia divina, y no quiere abandonar la seguridad que le dan sus bienes. Pone su seguridad en lo que ve y puede «contar» y no está dispuesto a apoyarse en Dios, la única verdadera seguridad.

También nos incapacita para vivir la caridad. Al apegarnos a los bienes, nos insensibilizamos ante las necesidades de los demás.

Este apego a los bienes materiales y la falsa seguridad que nos brindan nos recortan libertad, y nos dificultan para responder al Plan de Dios. Pues fomenta el miedo a que nos quiten «algo» a lo que estamos fuerte­mente aferrados, como le ocurrió al «joven rico»[39] del Evangelio, quien se marchó entristecido luego de su encuentro con el Salvador porque poseía muchos bienes.

 

• Vanagloria. Es la tendencia a buscar la recompensa en una gloria vana y falsa. Es quedarnos satisfechos con las compensaciones inmediatas, per­diendo el horizonte sobrenatural de la renuncia. Es dejarnos seducir por el brillo fatuo que tienen las alabanzas, los honores y los aplausos. Es buscarnos a nosotros mismos, olvidándonos que «quien busca su vida la pierde y quien la pierde por Jesús la ganará para siempre»[40].

El vanidoso se apoya en objetos inconsistentes e intrascendentes; cree que su valor radica en objetos materiales que carecen de un sustento sólido, como las cosas exteriores o materiales, y se olvida de que la roca firme sobre la cual debe cimentar su vida es el Señor[41].

 

Sin embargo, siendo tan absurda, es muy difícil de vencer, porque no estamos acostumbrados a poner nuestra seguridad en el Plan de Dios; y entonces cualquier instancia puede servirnos de «apoyo», por más efí­mero o fútil que sea. Algunos autores espirituales comparan este vicio con una cebolla: «quitas una capa y encontrarás una segunda, y cuantas más suprimas más envolturas encontrarás»[42]. Es decir, cuando uno cree que ha vencido la vanidad o que la está venciendo, probablemente ese convencimiento o seguridad evidencia aún más su vanidad.

Solo venceremos la vanagloria cuando descubramos de verdad el valor de lo humilde, de lo que participa de la paradoja de la Cruz, las bienaven­turanzas que predica Jesús[43], que es lo único que vale de verdad.

 

c. Búsqueda de poder

 

Se agrupan en lo que San Juan llama «jactancia de la riqueza»[44]. Se trata de la afirmación de sí mismo en contra de Dios y de los demás, implica por tanto un egocentrismo. En su dinámica hay una negación radical del amor y de la obediencia. Involucra en todos los casos una actitud poco reverente y humilde. Se trata de vicios que afectan principalmente —más no exclusiva­mente— el espíritu.

envidia

• Envidia. Conlleva acarrear tristeza por el bien del otro y alegría por su mal. Así como los vicios de la línea del placer constituyen un abajamiento del hombre en cuanto a la dignidad de su cuerpo, la envidia constituye un grado de envilecimiento del espíritu. Signifi­ca creer que el bien del otro es un mal para mí, o al revés, creer que su mal es un bien para mí y gozarme por ello.

La envidia está muchas veces unida al resentimiento y la amargura. La persona siente que «la vida» o, peor aún, Dios ha favorecido más a otros que a él, y que no es justo. Va unido a un sentimiento de inferioridad. El envidioso mira con rencor los triunfos de los demás y espera la «revan­cha», el momento en el que por fin alcance todos los bienes que le han sido negados y le han sido otorgados a otro. En algunos casos, puede llevar al odio: tristeza habitual por el bien ajeno.

La envidia significa ver que el otro está bien y considerar su estado como una agresión para mí, o considerar que cuando el otro está mal esto es un triunfo para mí.

La envidia alcanza en cierta medida su punto máximo en la mezquindad, que se opone a la virtud de la magnanimidad –que busca siempre las cosas más «altas», las cosas de Dios.

 

• Ira. Es un movimiento desordenado de quien se quiere resarcir hasta vengarse. También de la ira brota el odio, que es la ira continua. Atenta directamente contra la caridad y está en oposición radical a la reconciliación, en cuanto negación del perdón. Parte de una actitud irreve­rente, incapaz de reconocer la digni­dad del otro, y la inmensa bendición que la otra persona significa para mí.

ira

Presupone la soberbia y la inconsciencia de la propia miseria. Uno se sien­te, incluso, con el «derecho» de ejecutar el castigo que uno supone que otro merece. Se nos olvida que nosotros también somos pecadores y que necesitamos —y somos objeto— igualmente de la misericordia divina. Por eso, la ira se termina volviendo hacia uno mismo, porque tarde o temprano uno termina juzgándose a sí mismo con la misma dureza con la que juzga a los demás, y descubre en su vida innumerables fallas que tampoco tienen «justificación» y que por tanto merecerían una «condena».

La ira implica también un endiosamiento de sí mismo y un aferramiento rígido a los propios planes, y a la manera subjetiva de ver la realidad. El iracundo cree que nadie, ni las circunstancias, ni ninguna persona tienen derecho a entrometerse con él y ni con sus planes, y menos darle la contra.

La ira contra el prójimo siempre es injusta, siempre es mentirosa, pues va dirigida a una persona hacia quien la única actitud cristiana posible es el amor fraterno. Con la ira, se pierde la reverencia y respeto por la dignidad del otro.

Una forma más sutil, y quizá peor, es la «ira oculta» o amargura reprimida que no se manifiesta exteriormente por temor o cobardía, pero que va creciendo interiormente, llenando al iracundo de reproches y censuras contra los demás. El amargado se va envenenando a sí mismo y esparce sutilmente el veneno de la amargura hacia los demás con palabras, acti­tudes, quejas, maledicencia, etc.

 

• Soberbia. Es la tendencia de afirmar­se a sí mismo en oposición a Dios y a los demás. Significa erigirse a sí mismo como «norma», rechazando el Plan de Dios. Implica la afirmación de sí mismo de forma que no se reconoce la depen­dencia que se tiene de Dios; no es afir­marse a sí mismo con Dios sino contra Dios. Por esta razón, el pecado de la soberbia está de alguna manera —por su estrecha relación con la desobedien­cia— en la raíz de todo pecado, de todo vicio. La soberbia siempre supone entonces un rechazo a Dios, por­que toda desobediencia implica dudar del amor de Dios, y este dina­mismo está presente en todos nuestros pecados personales.

soberbia

El soberbio muchas veces se cree «bueno», y como tal, la única medida de todas las cosas. Se cree incluso mejor que los demás. Por esta razón, el soberbio tiende a reaccionar mal cuando otros lo corrigen o piensan distinto de él.

La soberbia no es solo auto justificación y rechazo a la crítica, es además creer que nuestro punto de vista es siempre el mejor —o el más correc­to— y que somos expertos en juzgar sobre nosotros mismos y sobre la vida. Los demás no ven las cosas tan «profundamente» como nosotros, no tienen nuestras intuiciones.

Otra fuente de soberbia son nuestras acciones. Creer que me auto justifi­co por mis acciones, por mis grandes esfuerzos. Los fariseos eran perso­nas verdaderamente religiosas y celosas por el cumplimiento de sus de­beres, sin embargo, el Señor les dice que las prostitutas y los publicanos los precederán en el Reino de los Cielos[45].

Otra forma de soberbia es la autocompasión y el sentirse víctima. Nos damos pena —y queremos suscitarla en los demás— y de esta manera no nos sentimos responsables de nada de lo que nos pasa. Al fin y al cabo somos incapaces de luchar, de ser mejores. Esto lleva a no querer asumir las exigencias de la lucha ascética por ser santo.

Mientras el soberbio no se haga humilde, mientras no se reconozca ver­daderamente necesitado de la gracia de Dios, no tiene esperanza de con­versión.

 

3. Tenemos motivos de esperanza

 

El Señor ha puesto en nuestra mismidad los dinamismos fundamentales, como fuerzas que nos impulsen a vivir el amor: el dinamismo de permanen­cia nos impulsa a permanecer siendo en el amor de Dios y el dinamismo de despliegue a orientar nuestra vida y nuestras acciones según el plan de amor de Dios. Por esto, resulta un desafío para nosotros el conducirnos según estos, y así alcanzar nuestra realización y felicidad. Tengamos siempre presentes las palabras del apóstol Juan: «El mundo y sus concupiscencias pasan; pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre»[46]. Esforcémonos por cooperar con la gracia que Dios nos da día a día, y ponga­mos los medios necesarios para que, a través de un aguerrido y esperanzado combate espiritual, nos vayamos conformando con el Señor Jesús, dejándo­nos educar por los amorosos cuidados de María, nuestra madre, la mujer reconciliada.

«Creemos que Jesús ha vencido definitivamente a Satanás y que, de este modo, ha logrado que ya no le temamos. A cada generación la Iglesia vuelve a presentarle, como el apóstol Pedro en su conversación con Cornelio, la imagen liberadora de Jesús de Nazaret, que “pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo porque Dios estaba con él”[47]. Aunque en Jesús tuvo lugar la derrota del maligno, cada uno de nosotros debe aceptar libremente esta victoria, hasta que el mal sea eliminado completamente. Por tanto, la lucha contra el mal requiere esfuerzo y vigilancia continua. La liberación definitiva se vislumbra solo desde una perspectiva escatológica[48]»[49].

Más allá de nuestras fatigas y de nuestros mismos fracasos, perduran estas consoladoras palabras de Cristo: «En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo»[50].

 

Interiorizamos

 

“Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida”. Jn 8,12.

«Soporta las fatigas conmigo, como un buen soldado de Cristo Jesús. Nadie que se dedica a la milicia se enreda en los negocios de la vida, si quiere complacer al que le ha alistado. Y lo mismo el atleta; no recibe la corona si no ha competido según el reglamento». 2Tim 2,3-5.

¿Cómo vivo esto?

 

«En la última cena, el Señor Jesús oró al Padre por sus discípulos diciendo: “No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo”[51].

La vida de todo emevecista transcurre en este “es­tar en el mundo pero sin ser del mundo”. Entende­mos mundo no como espacio geográfico sino en cambio, como aquella realidad fruto del pecado y del misterio de la iniquidad, opuesta a Dios y a su Plan, y que también se manifiesta en forma patente en la vida cotidiana.

Estamos llamados entonces a la santidad en la vida cotidiana. El Concilio Vaticano II resaltó la vocación universal a la santidad. Recordó a los hijos de la Iglesia que cada uno, en su propio estado y cir­cunstancias, está llamado a vivir coherentemente la vida cristiana. Para muchos de nosotros, se trata de una vida cotidiana que en mucho es semejante a la vida cotidiana de cualquier persona que vemos a nuestro alrededor, en el sentido de estar en el mundo»[52].

 

Preguntas para el diálogo

 

• ¿En qué situaciones concretas logro reconocer la presencia del mal en mi vida y qué hago
frente a ello?
• ¿Soy radical en rechazar las manifestaciones de las concupiscencias en mi vida?
• ¿Coopero desde mi libertad para rechazar toda ocasión de pecado?
• ¿Tengo una visión de esperanza frente a mi propio pecado?
• ¿Qué medios concretos me pide el Señor para vivir en el mundo sin ser del mundo?

 

Vivamos nuestra fe

 

¿Qué haré para cooperar con la gracia?

hombre

Acciones personales

• Identifica cómo se manifiesta en ti el misterio de la iniquidad y haz el compromiso de esforzarte por rechazar enérgicamente el pecado y poner medios concretos que te ayuden en situaciones difíciles que se te presenten.
• Piensa qué medios puedes poner para combatir las manifestaciones de «la cultura de muerte» que ves en los lugares donde te encuentras a diario; es decir, en el colegio, en la universidad, en tu hogar, en el trabajo, etc.
• Haz un examen continuo de intenciones: ¿Esto lo quiere Dios?, ¿Qué me mueve a hacer esto o aquello?, ¿el amor a Dios o a mí mismo?
• Realiza la oración que te proponemos en el Anexo 1.

 

Acciones comunitarias
• Realicen un video fórum de alguna de las siguientes películas y compartan sus reflexiones sobre la presencia del mal en el mundo:
– “The Lord of the Rings: The Two Towers”, (El Señor de los Anillos: Las dos torres),
– “Les Misérables” , (Los miserables)
– “Unbreakable”, (El protegido)
• Recen una lectio comunitaria con el en sí que les proponemos en el Anexo 2.

 

Celebramos nuestra fe

 

Recemos en Comunidad

mujeres

Todos:

En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

Monitor:

«Sea vuestro lenguaje: “Sí, sí”; “no, no”: que lo que pasa de aquí viene del Maligno»53.

Lector 1:

Señor Jesús te damos gracias por estar presente con nosotros en esta reunión. Te pe­dimos que nos ayudes a mantenernos siempre vigilantes y a tener una actitud firme frente a las situaciones de pecado; también te pedimos que nos obtengas la gracia para cooperar activamente con tu plan.

Lector 2:

A ti Santa María; Madre de la esperanza, te pedimos que intercedas por nosotros para que podamos ser fieles a Dios en nuestra lucha contra el pecado. Rezamos juntos la oración «La Salve».

Dios te salve, Reina y Madre de misericordia,
vida, dulzura y esperanza nuestra.
Dios te salve.
A Tí clamamos los desterrados hijos de Eva,
a Tí suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas.
Ea, pues, Señora Abogada Nuestra,
vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos,
y después de este destierro, muéstranos a Jesús,
fruto bendito de tu vientre.
Oh, clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María.
Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios,
para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Nuestro Señor Jesucristo.
Amén.

Todos:

En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

————————————————————————————————————————-

ANEXO

– Lectio personal: Descargar aquí

– Lectio comunitario: Descargar aquí

—————————————————————————————————————————————

NOTAS

1. Rm 7,15.17.

2. Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 2853.

3. Ver Catecismo de la Iglesia católica, 2851.

4. Ver 2Ts 2,7.

5. San Juan Pablo II, Exhortación Reconcilitio et paenitentia, 14.

6. Catequesis de San Juan Pablo II en la audiencia general de los miércoles 18 de agosto de 1999.

7. Ver Gn 3.

8. Ver 2Ts 2,7.

9. 1Jn 3,4.

10. Para profundizar sobre el Pecado Original, ver Catecismo de la Iglesia Católica, 385 – 412.

11. Luis Ferroggiaro, Viviendo una espiritualidad, Fondo Editorial, Lima 1993, p. 31.

12. Ver 1Tm 3,16.

13. Ver Jn 1,14; 3,16; 13,1.

14. 2Ts 2,7.

15. 1Tm 3,16.

16. Ver Rm 5,20.

17. Catecismo de la Iglesia Católica, 385.

18. Catecismo de la Iglesia Católica, 386.

19. Exhortación apostolica Reconciliación y penitencia, 23.

20. Kenneth Pierce, www.mividaenxto.com, 22 de Enero de 2013.

21. Ver las traducciones griegas del AT, Isaías 11,2; 33,6; Proverbios 1,7; Sirácida 49,3; y, sobre todo, en 4 Macabeos.

22. Ver 1Tm 3,16.

23. 1Tm 3,16.

24. Literalmente: hambre de pecado.

25. Ver Tema 1 de este manual de formación.

26. Rm 7,15-25.

27. 1Jn 2,16.

28. Decodificar: descifrar, interpretar un mensaje.

29. Catecismo de la Iglesia Católica, 1426.

30. Ver Conlatio, 5, 2.

31. Ver Moralia in Job, 31, 45, 87.

32. Catecismo de la Iglesia Católica,1866.

33. Catecismo de la Iglesia Católica, 1865.

34. Ver 1Jn 2,16.

35. 1Jn 2,16.

36. Sibarita: del lat. Sybarīta. Síbaris, ciudad del golfo de Tarento, en Italia, célebre por la riqueza y el refinamiento de sus habitantes.

37. Ver Casiano, Instituciones, PP. 372 – 374.

38. 1Jn 2,16.

39. Ver Mt 19, 16-22.

40. Ver Mc 8, 35; Mt 16,25 y Lc 9,24.

41. Ver Mt 7, 21-27.

42. Casiano, Instituciones, 11.

43. Ver Mt 5, 3-12; Lc 6, 20-23.

44. 1Jn 2,16.

45. Ver Mt 21, 31-32

46. 1Jn 2,17.

47. Hch 10,38.

48. Ver Ap 21,4.

49. San Juan Pablo II, Catequesis en la audiencia general de los miércoles, 18 de agosto de 1999, 5.

50. Jn 16,33.

51. Jn 17,15-16.

52. Camino Hacia Dios n. 191 “Con la Fuerza del Evangelio”.

  • Los siguientes archivos van a ayudarte a preparar tu reunión de grupo.
  • Texto - Referencias del Catecismo
    Ver documento
Close